Pablo Neruda en Morelia

Por Rafael Calderón

I

Neruda desde muy temprana edad fue un poeta viajero, incansable, nunca quieto, visitante de diferentes ciudades y países en Asia y en el continente americano y de Europa. Lo más interesante es que regresaba al punto de partida, su país, y de este salía al encuentro de sus lectores nuevamente por varios puntos geográficos de la tierra y en este sentido siempre fue un poeta viajero, pero incansable. Así fue la vida y su escritura en esos largos viajes y de las ediciones de su poesía. Al final de su vida, como buen catador de estancias y el terruño, retorna para instalarse en su país, ya que murió en éste poco antes de cumplir 70 años.

Uno de estos viajes memorables fue el que sucedió el 17 de agosto de 1943 -hace 80 años- cuando estuvo en Morelia para recibir del Consejo Universitario de la Universidad Michoacana el grado de Doctor Honoris Causa y desarrolló una agenda entre leer su discurso y convivir entre tertulias literarias de la ciudad. En aquella sesión se pronunciaron discursos memorables: uno de estos del propio Neruda ampliamente difundido como parte de la memoria de sucesos culturales y sus lectores y estudiosos de su estancia mexicana es común que lo citen o lo refieran por algunas líneas o reconocer la música de sus palabras por párrafos donde hablar de la ciudad que lo deslumbró y por ser punto de encuentro para nombrar la geografía michoacana. Neruda ante los nicolaítas fue reconocido como un gran poeta, autor de una obra poética sobresaliente entre los de su generación; su presencia para las letras entre los universitarios mostraba un porvenir que había que identificar por el sentir de los nuevos aires que se estaban fraguando y con su obra refrenda el estilo personal del poeta. En ese sentido resulta también memorables el discurso de David Franco Rodríguez y el de Ramón Martínez Ocaranza. Estos, con sus intervenciones, dejan sentir claramente que Neruda era poseedor de una presencia entre los universitarios; el primero intervino por su condición de profesor universitario y Martínez Ocaranza, porque termina siendo el poeta hoy día conocido y autor de una obra brillante entre los de su propia generación; el entorno para recibir al poeta chileno es digno de recordar que entonces tenía 39 años y era autor de una obra publicada entre España y Chile y varias editoriales de Latinoamérica.

Pues hay que seguir o decir que algo de esto queda visible en las crónicas de Raúl Arreola Cortés y es quien dio a conocer estos momentos de la vida universitaria y las múltiples actividades literarias en la ciudad. Por su labor de editor, promotor de la letras en la Universidad y de la ciudad y la tradición mexicana explora y registra la presencia no solo de Neruda sino también de varios poetas del exilio español como Rafael Alberti (quien primero le habló a Neruda de la ciudad y de la belleza de su arquitectura), León Felipe, Juan Rejano, Pedro Garfias o latinoamericanos como Porfirio Barba-Jacob y el novelista venezolano Rómulo Gallegos. Para así reconocer el legado que encierran estos textos y crónicas de los días y de estas visitas. Es la precisión del gran lector que percibe exquisitez, se apasiona, dejar visible la vida universitaria en la década de los treinta, los años cuarenta y de la segunda mitad del siglo XX.

Así, por ejemplo, la revista La Espiga y El Laurel en el número 2 publica el texto de Raúl Arreola Cortés: “Cinco poetas en Morelia”. Para la ocasión llama la atención el apartado que ahora nos atañe y donde rememora parte de la presencia de Neruda y detalla parte de lo acontecido: “El Consejo Universitario le otorgó el título de Doctor Honoris Causa, y con ese motivo escuchamos: un magnifico discurso de Ramón Martínez Ocaranza; otro de David Franco Rodríguez, muy bueno también. Y, el magistral trabajo de Pablo en que puntualizaba poéticamente la responsabilidad del escritor americano frente a los problemas de aquel momento: ´América es hija de la libertad y debe estar donde por la libertad hecha´”. Pero como todo evento después del acto se prolongó en una tertulia literaria entre amigos: “En el restaurante del Hotel Valencia, un grupo de sus amigos le ofrecimos una cena, al final de la cual hubo juegos florales, de los cuales fueron mantenedores el propio Pablo y si inteligente esposa”, y en ese orden resaltar: “se leyó y comentó, entre otras cosas, Al pan pan y al vino vino, de la hoy en receso forzado la Editorial Torito…”, y sin dejar de lado su presencia, Arreola Cortés precisa: “La huella que Pablo dejó entre nosotros nos une, nos aproxima, nos estimula..”.

Y, cuando ya habían sucedido tres visitas de Neruda, fue hacia el mes de octubre de 1945 que la revista Pliego, donde figuran como editores responsables Arreola Cortés, Enrique González Vázquez y Tomás Rico Cano, por primera vez publicaron el discurso pronunciado en el Colegio de San Nicolás, al recibir dicha distinción y dándolo a conocer con el título que en la tradición mexicana es célebre: “Mis gloriosos laureles”. En este se percibe el eco musical de las palabras nerudianas: “Desde el fondo original de México, florido y aguerrido, siempre me llamo [la atención] Michoacán, esta región intacta del silencio…”; varios años después, Arreola Cortés lo publica en el cuaderno Pablo Neruda en Morelia (1972) en homenaje al poeta al recibir el Premio Nobel de Literatura; posteriormente, en 1999, en los Cuadernos de la Fundación Neruda se publicó ya con el título “Discurso de Michoacán”; en 2018, en Deber de Plenitud se incluye con motivo del centenario de la Universidad Michoacán y está acompañado de una foto de Neruda con estudiantes universitarios en la Rotonda de la Reforma, junto a la Casa de Cristal; finalmente, en el tomo IV de las Obras Completas, volumen de la Nerudiana dispersa está incluido por Hernán Loyola y donde figura con el título “Discurso de Michoacán”.

II

El mejor homenaje a todo poeta es leerlo y las palabras de Neruda registran su paseo por la ciudad. Aquí, dejó honda huella entre la ciudad y los nicolaítas. Discurso de Michoacán es el siguiente: “Desde el fondo original de México, florido y aguerrido, siempre me llamó [la atención] Michoacán, esta región intacta del silencio que levanta una copa de esmeralda y ahora una copa de fuego, hacia los lentos algodones celestiales de su atmósfera incomparable. Tal vez la belleza de esta tierra, su derramada sombra verde, halla en lo más profundo de mi ser un paisaje parecido, el territorio austral de Chile, con lagos y con cielos, con lluvia y con flores salvajes, con volcanes y con silencio: el paisaje de mi infancia y de mi adolescencia. Tal vez volvió a encontrar mi corazón errante la silueta de luz y sombra que huye y perdura, el idioma de las hojas mojadas, el alto ejemplo de las puras campiñas.

 Pero otras cosas me hicieron amar a Michoacán. Vuestros héroes antiguos, que hablan aún por los caminos de una edad sumergida, edad que empapa las raíces de vuestra juventud con un soplo de rebeldía, de independencia y de libertad que la hace brillar desde lejos, como si tuviera una lámpara junto a la cabellera; vuestra ciudad señorial de rosa y de ceniza, vuestra antigua raza tarasca que produjo la más noble escuela de escultura de América, los tejidos y los peces, el Acueducto y Morelos, el agua de los lagos y Ocampo, los montes y Lázaro Cárdenas.

Todo eso me lo traían las grandes campanas de Morelia con su ronca voz que, atravesando las otras tierras fraternales, llegaba a mis oídos en donde estuviera.

Por eso vuestro llamado fraternal, la alta y solemne acogida en este claustro, la dignidad que ponéis en mis manos, es recogida por mí con una devoción inextinguible. Si no fuera por las profundas ramas de sangre que os atan a una construcción infinitamente delicada en el pasado, si no fuera por esa singularidad esencial que produce en vosotros las mejores vibraciones de la patria mexicana, no diría que hoy dais la mano a un extranjero sino a un michoacano austral, de otra latitud lejana. Pero cuántas veces he pensado que si bien conocemos dónde comienza México, muy mal sabemos dónde México termina. La piel de América, la carne turbulenta de nuestra América comienza con el Río Grande, se hace una cintura en América Central para que dos mares hagan saltar su espuma sobre las ardientes palmeras, se ensanchan luego como una gran cadera, se rompe de pronto con nuestro río general, el caudaloso Amazonas, padre de todos los ríos, se levanta en bloques de diamante y de plata por el Perú solar, se extiende como un vientre fecundo en nuestras pampas argentinas, y termina despedazándose en mi patria más allá de Magallanes, más allá de las últimas tierras frías del continente y del mundo, entre las olas antárticas.

Sí, la piel de México corre y se difunde, se corta y se eleva, se enciende y se enfría, pero es la misma piel de América, la misma corteza oscura bajo la cual arden los mismos fuegos, corren las mismas aguas y se desgrana nuestro mismo lenguaje.

Por eso las heridas que se despiertan en un sitio, las ofensas que tocan cualquier parte escondida de nuestro continente, se reparten de inmediato por todo nuestro cuerpo. Pero los gritos de libertad y ansiedad de nuestros hombres también se propagan sobre nuestra materia americana con la misma comunidad avasalladora. En 1810 Hidalgo y O´Higgins hablan casi al mismo tiempo a través de miles de kilómetros de extensión inaudita. Pasados más de cien años los movimientos políticos antifascistas encuentran en nuestra América igual espontaneidad unitaria. Después de esta gran guerra tengo la certidumbre de que los movimientos de liberación de los pueblos encontrarán en nosotros sus más poderosas corrientes de seguridad.

Pero así como me guía una observación positiva al vaticinar, esperar y prometer una mayor unidad histórica en el futuro, no participo de un americanismo sin profundidad y sin dolor, que escuchamos a cada paso, y que tiende a mostrarnos nuestro continente como una tierra sin problemas, como un paraíso encontrado o vuelto a encontrar por los hombres de Europa.

Esto se debe a la sensación pacífica que damos lejos de las sangrientas llanuras en que Europa se deshace. Esto se debe a un concepto egoísta, quimérico y engañador, que quiere alejarnos a la vez de nuestras amargas certidumbres, y de las causas humanas y universales en las que América siempre participó.

En esta piel única y adorada de nuestra América, en esta epidermis morena, de trigo y minerales, de maíz y de sangre, de que os hablaba hace algunos minutos, en esta contextura sagrada de geografía y de responsabilidades, hay manchas como terribles pústulas, hay aún servidumbre y miseria. Pequeños grupos crueles de nuestra misma sangre manejan aún el látigo de los mayorales, sobre su misma especie, que es la nuestra. Naciones que conoceréis progresistas y limpias, avanzadas y decorosas, por arte y milagro de las reuniones panamericanas son en realidad triste resabio de oligarquías fraudulentas, presas de nuevos encomenderos. Estos nuevos encomenderos desprecian a sus pueblos como en otra hora la hicieron en México, hasta que la Revolución los despertó en medio de la noche transcurrida. En otros pequeños países que acostumbramos a llamar hermanos desde hace años no hay voluntad más que la de un caudillo criminal y temible. En esos países no existe ni poesía ni libertad. En uno de ellos el tirano cambió hasta el nombre de la ciudad capital, nombre viejo y venerado de todos los americanos, por su propio nombre insignificante si no fuera vil. En otros países aún mayores que México, defensores de la libertad cuyos nombres alientan la esperanza de los combatientes de China y de la Unión Soviética, permanecen en prisión por la voluntad de pequeños poderosos cuyos nombres serán de inmediato olvidados cuando dejen de apretar los dedos en torno al cuello de la patria que los vio nacer. En otros grandes países de América, generales recién sublevados comienzan a quemar libros, encarcelar a miles de hombres, y a conducir a sus pueblos a martirio.

Cuando pensamos como americanos, cuando en esta vieja ciudad condecorada por el pensamiento y por la libertad recibimos, como hoy recibo, el mejor laurel, el de la fraternidad de nuestra vida americana, pensemos en la extensión que las brillantes luces de esta sala y las conciencias puras de esta sala, no alcanzan a iluminar. Así como pensamos en lo brillante y fértil de nuestra comunidad, dejemos un juramento en el silencio grave de esa otra América más hermana cuanto más dolorida. Dejemos el juramento de fundamentar nuestro destino de americanos en forma total, haciéndonos cargo de la felicidad de nuestras pletóricas regiones y del término de tantas agonías.

A los que en forma tenaz hablan de América para elogiar nuestro prodigioso aislamiento geográfico digámosle: América es hija de la libertad y combate donde por la libertad se combate. La terrorífica amenaza de los conquistadores nazi-fascistas no fue para nadie tan grave como para nosotros los americanos. Si otras naciones iban a perder poderío y esplendor nosotros íbamos a perderlo todo: estábamos destinados a ser los más nuevos esclavos, los semi hombres para la nueva y grande Alemania. Racialmente despreciados, infinitamente codiciados como producción y como carne barata en el nuevo e inmenso mercado de la esclavitud que los nazis prepararon, éramos nosotros las verdaderas víctimas soñadas por los terribles terroristas de la edad moderna. Por eso en esta última época mi poesía ha tocado los temas más palpitantes de la guerra, de la gran guerra que es nuestra guerra. He decepcionado a muchos que hubieran querido de mí un compañero más en la fiesta de las flores. Yo he tenido otras flores que celebrar, otras flores martirizadas y otros laureles, otros laureles gloriosos que cantar.

Hasta aquí amigos de hoy, de ayer y de siempre, el recodo que he hecho al agradecer la distinción que habéis destinado a un poeta que no ha tenido otro destino sino el de ser un hombre de su época, y por eso demasiado humano. A los poetas nunca nos quedó bien en la cabeza la corona de laureles, esa corona hecha de falso laurel y de falso bronce que marcaba al que se la entregaban como un pequeño histrión en la farsa de las épocas… A nosotros los poetas se nos condecoró mejor con el destierro o con el largo silencio de las edades. Cuando vosotros, nobles amigos, os habéis acordado de valorizar con vuestra dignidad mi poesía y mis combates, no tengo la impresión de recibir una falsa corona, sino una espada para seguir defendiendo el corazón de América”-. He terminado.

Las mujeres al poder sí o sí