Por Hugo Rangel Vargas
Es el 2024, el defensor de la democracia ha recorrido un trayecto de forma inexpugnable. A su paso, siempre corrido en los altos vuelos de pájaros de acero y equivalente al tamaño del país que ahora gobernará, ha encontrado la embriaguez del poder, el olor de los palacios y el delicado perfume de la adulación.
No falta nada. Aspirar el aroma seductor de la cumbre a la que siempre añoró llegar (aquella que se forjó en sus sueños anquilosados bajo la sombra del árbol en el que nació), le cierra los bronquios. Sin embargo, un resoplo del éxito es siempre suficiente para seguir respirando.
A su lado, se regodean los pedazos de la individualidad que fue cediendo. Siempre sonrientes, afables, dispuestos a la lisonja; rémoras que construyen los pies de su trono; mismo que tiene un posbrazo, labrado con alabanzas en lenguas anglosajonas y celtas que adoran su constancia.
Su sacrificio ha válido la pena. Todas las transacciones se cotizan con el sac -moneda de uso ya generalizado- y los clubes más exclusivos, así como el mismísimo palacio presidencial, se han rendido ante la vorágine de su lógica económica.
El territorio que ahora gobierna se distribuye a su designio entre pactos, alianzas, acuerdos, supremacías, soberanías y franquicias. Haber luchado por la ‘democracia’, es el costo que se pagó por poseer tal potentado.
La corrupción, la miseria, la violencia, el dolor de miles, la frivolidad de años, las traiciones, el daño irreparable, la indolencia, el manejo político del dolor, las gafas, la realidad virtual, la soberbia, el caminar desnudo frente a lisonjas hechas de millones de pesos gastados en desparpajos, el snow crash, ser un avatar; es ahora irrelevante. El triunfo en el metaverso está garantizado.
Ahí, en esa virtualidad enervante, un político michoacano vive el metaverso de su obsesión presidencial.